jueves, 5 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Dejó las llaves sobre la mesa, arrojó los zapatos al aire, cayeron cerca  de la ventana y enseguida vio como el pez naranja se agitaba en el agua. ¿Se habría dado cuenta de su llegada?
Desde que llegó a Buenos Aires, a vivir en ese departamento chico, un ambiente, en un piso alto, la única compañía era ese pez de un color tan brillante como las naranjas húmedas con el rocío.
Eran las seis de la mañana y no podía dormir. Se sentó en el sofá, prendió la televisión con el volumen mínimo y buscó en la heladera algo para tomar.
El pez quieto, con los ojos abiertos, suspendido en el agua, era el único paisaje. El día de ayer, el de hoy, hasta hacía pocos minutos había sido intenso, de mucho trabajo, de mucha exigencia personal, profesional.
Se había comprado un traje a tono para acompañar a Guillermo, para no desentonar. El traje le había costado la mitad del sueldo. ¿Era necesario hacerlo?
Día a día se esforzaba para ser la secretaria de Guillermo, esa era la función que tenía, la había elegido, las circunstancias se habían dado así. La posibilidad era esa. Por ahora.
Y ahora, además, se había transformado en la madre, la amiga, la confidente, la analista, además de la secretaria de Guillermo. Él era en la mente de Mary su nuevo mundo: lo ocupaba todo.
El agua Evian sobre el escritorio cuando él llegara, el café pedido al bar más caro, leer a primera hora todos los diarios para comentar con él las noticias del día.

Después de la reunión a la que Guillermo le pidió que lo acompañara, Mary debió quedarse con él en un bar, rememorando, analizando, compartiendo lo hablado, lo ocurrido, lo que habría de ocurrir. La noche se había instalado silenciosa, ahí, en el bar. Apenas se veía desde adentro. Si no fuera por las luces encendidas y por algunas mesas vacías, se estaba en ese lugar como fuera del tiempo.
Guillermo estaba insomne, hablaba de trabajo, comentaba con Mary lo ocurrido durante todo el día, y después lo que pasó en la reunión.
Las palabras iban armando la historia del día.
Mary se quedó callada, tomó el café que él había pedido para los dos y él siguió hablando. Le confiaba sus pensamientos, y Mary asentía. Se quedaron esperando los diarios, ya habían llegado al quiosco. Guillermo leía uno y Mary leía otro, después los intercambiaron. Café tras café, casi habían llegado a la hora del desayuno.
El aroma del café despertó a Mary, la arrancó del silencio en que se había sumido.
- Tengo que irme, - dijo.

Después de todo, se preguntaba Mary, por más que hablaran, por más que él le contara sus pensamientos, sus ideas, siempre había algo desconocido en Guillermo. Algo que nunca podría saber. Una incógnita. Ella era más enigmática todavía. Hablaba menos y observaba más. Muchas veces se preguntaba ¿dónde estaba su verdadera vida? ¿dónde la había dejado? ¿en ese pueblo de la Provincia de Buenos Aires? ¿en la casa que había tenido que abandonar? ¿en las veces en que había ido a bailar milonga y tango? ¿Cuando iba al río o a la laguna a remar con Julio? ¿dónde? La memoria siempre puede tener alguna respuesta. Aquella vez, cuando remaban en el bote con Julio y un barco había perdido naranjas. Naranjas, muchas naranjas chicas, flotaban en el agua y Mary y Julio habían estado de acuerdo: irían buscándolas, subiéndolas al bote, las rescatarían y el jugo de esas frutas les apagaría la sed acumulada de remar al mediodía, bajo el sol. Y pensando en las naranjas, en ese día maravilloso pasado en el río, Mary se quedó dormida.

(c)  Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
imagen: fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

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