- Nos vamos para Buenos Aires. La voz de Adela sonó estridente. Al menos los hijos lo habían percibido así. Adela era la voz cantante en esa casa, la jefa, la mujer que llevaba los pantalones en ese hogar. ¿Había sido así desde siempre? Adela había aprendido a manejar armas. En el campo era mejor saber tirar que saber coser o saber tejer. Adela había aprendido muchas cosas desde que había tenido que hacerse cargo de esa casa, de esa familia. Su marido, el padre de sus hijos había muerto y no había remedio: ella era la jefa, la madre y el padre, la que todo lo decidía y la decisión era clara: ¡nos vamos para Buenos Aires!
- ¡Pero mamá! ¿lo pensó bien? Adolfo era el único que no estaba de acuerdo. - ¿De qué vamos a vivir allá?
- Hay que trabajar, tenemos que trabajar, yo en el campo no me quedo más – había dicho Adela.
En cambio las hijas parecían muy contentas. Al fin podrían vivir en una gran ciudad, con luces, música y teatros. En el campo el atardecer las hacía sentir más desguarnecidas, más desprotegidas desde que el padre había muerto. Y Adela era la única protección de toda esa familia. Adela y su hijo mayor, Adolfo. Pero Adolfo era joven todavía para hacerse cargo de una familia. A Adolfo le gustaba bailar el tango,
se peinaba a la gomina y entonaba tangos, tangos como esos de Gardel. Y también le gustaba bailarlos.
- ¡Tenés que separarte de esos sinvergüenzas de tus amigos! Adolfo. ¡Tenés que dejar de verlos – decía Adela. Porque a Adela, la jefa de la familia no le gustaban los amigos de Adolfo, jugadores, mujeriegos que lo llevaban por mal camino. ¡Cuántas veces se lo habían llevado a Rosario!
- ¿Qué quiere que haga, mamá? ¿Qué me quede en casa como mis hermanas?
- Adolfo: ¡sos un sinvergüenza! A vos que te gusta Gardel, aprendé de él, ¡cómo canta!
Es un verdadero zorzal. Y no me gusta que vayas a Rosario.
- Sí, mamá, ya lo sé. Pero yo no sirvo para cantar.
- Entonces, ¡inventá algo! Y que sea pronto ¡porque el mes que viene nos vamos de aquí a Buenos Aires!
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