sábado, 27 de agosto de 2011

La carta de Gardel - novela (fragmento)



El bar era antiguo, tal vez uno de los más antiguos del pueblo. A un costado había una gran plataforma para bailar y un piano. También una tarima para los músicos. Una luz que viene del techo y se deshace en cientos de pedacitos, una esfera de espejos convertida en haces de luz brillantes, y la espera.
El profesor de tango es el primero en llegar. El mismo hombre que estaba en la casa de la señorita Ana.
Y ahora lo veo con una luz distinta, ahora todo encaja: los zapatos blancos, el hombre de la Harley-davidson, la visita a la casa de la señorita Ana y el profesor, ahora, de tango y milonga, viene a dar clases ahí, al bar.
De alguna manera lo estaba esperando. Aunque no iba a tomar clases de tango, no, podía mirar el baile, estar ahí mientras suena la voz de Amy Whinehouse y tomo algo, una gaseosa, una sprite y la melodía se instala entre las paredes del bar, podía mirar el baile, las parejas bailando tango durante muchas horas. Sin embargo el baile no iba a seducirme, no iba a entrar en él, con esos acordes entre salvajes y dulces, con esa melodía que se arrastraba a veces con el bandoneón, y otras se levantaba de golpe como la música de Piazzolla, como gritos, como quejidos,como diciendo algo, sin palabras, sólo sonidos hasta que parece estallar.

Y entonces todo me parecía una pesadilla, estar ahí, a esa hora, en ese lugar, en ese bar, sola, esperando, y recordaba, por momentos, recordaba la pesadilla con que me había despertado. Y entonces todo parecía surgir del sueño, la arena color amarillo pálido, seca, el desierto, las voces, los recuerdos borrosos, la figura que se arrastraba y se escondía, y daba un poco de miedo, de estar ahí, sola, en ese desierto de almas  ausentes, que como voces de otros tiempos , se confundían en esa música, en ese lugar hasta que entró el  profesor, venía a dar clases de tango y milonga dijo y yo contesté entonces hola.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


imagen: fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi


domingo, 21 de agosto de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Afiche Gardel-Razzano - fotografía tomada en el Museo
Casa de Carlos Gardel


Ya en el hotel, era la primera vez que veía ese pescado rodando en el techo. Y esas

dos luces blancas como remos. También, la espuma de una ola semicircular en el borde

de la pared. El pescado tenía la boca abierta y estaba dibujado con luces y reflejos.

Había  olas de plata, como en el mar. Veía todas esas luces, antes de dormir, pensando.

Los ruidos del silencio  podían ser a veces algo perturbador. Prefería los ruidos, al menos

en ese pueblo, algo que me dijera que la vida estaba ahí, afuera, ladridos de perros a las

dos de la tarde, quejidos del viento...



"Nuestra vida está básicamente marcada por las personas que encontramos,

no está hecha de paisajes naturales sino de paisajes humanos"



Antonio Tabucci



Podría haber encontrado esta frase en una de las paredes del bar, sin embargo

las frases que estaban escritas o pegadas en ese bar aludían a cosas distintas.

Era un bar antiguo, seguramente uno de los bares más antiguos del pueblo.

Desde el hotel había caminado algunas cuadras hasta llegar ahí. Había ido antes,

después de dejar el bar frente al río, donde se estacionaban las Harley-davidson, quería

conocer el lugar antes de ir de noche, donde presentía que iba a encontrar a

alguien, alguna pista, alguna información, alguien que le dijera algo más de lo que

ya sabía. El hombre de la Harley-davidson, el que había viajado en el asiento de al

lado en el ómnibus que la trajo hasta el pueblo era parte de ese paisaje del que habla

ba Tabucci en la frase. La señorita Ana Lazio le había encargado la investigación

pero ella no tenía la menor idea de dónde empezar a investigar en el pueblo.

Recordaba ahora lo que había acontecido la tarde anterior.



Ana Lazio se sobresaltó cuando crucé el camino y entré. La encontré en el jardín,

estaba removiendo la tierra y sembrando algunas semillas, dijo. Me hizo pasar a

la casa. Era temprano, la hora de la siesta. ¿A quién podía ocurrírsele ir a visitar

a alguien a esa hora? Era la hora en que las innombrables salen del escondite,

se arrastran por la tierra. A esa hora no hay que salir, dicen. Pero, acostumbrada

a la ciudad, a otros ritmos, nada de eso me preocupaba.



- Mi tía me dejó esta casa que es una chacra y el hotel en el pueblo. La carta de

Gardel había pasado de una generación a otra y no quiero ser justamente yo el

eslabón que ha perdido esa carta. Para mí es una pérdida terrible, dijo Ana Lazio

afligida.



Me esforzaba por entenderla. ¿Cómo había llegado hasta ella esa carta?



Cuando mi madre murió encontré la famosa carta en una caja junto con otras. Me

dediqué a ordenarlas. Para mi la carta era una leyenda. Nunca me había preocupado

mucho la historia de Adela, la tía de mi madre. Enseguida fue a buscar un retrato y

me lo mostró. Esta era Adela, la que vivía en este pueblo, la que conoció a Gardel...

Adela, reconocí, no era una mujer fea, seguramente para la época había sido linda.

Los cánones de la belleza eran cambiantes de una época a la otra, a veces de un año

al otro, y como hubiera dicho Cocó Chanel, tal vez Adela era perezosa,  no fea, no se sabía.

Sin embargo, esa mujer de la foto de color sepia que me miraba de frente distaba

mucho del retrato que yo había imaginado.

- ¿Y a usted le gusta el tango? - se me ocurrió decir

- Claro, ¿cómo no me va a gustar?



Enseguida caminó hasta un mueble y trajo otro retrato. Esta vez era ella, vestida

con una pollera, una remera ajustada y zapatos puntudos, de tango.



- Esta soy yo - dijo



Asentí mirando la fotografía, deteniéndome en los detalles, el peinado por ejemplo.

La fotografía me pareció de otra época, o por lo menos, de hacía unos cinco años,

sino más..

Como si me hubiera adivinado el pensamiento dijo:



- Me sacaron la foto bailando en el bar "Uno", el más antiguo del pueblo, ahí se hizo

un baile, una noche me vestí para bailar el tango y por eso estoy así en el retrato.



- ¿Y usted podría decirme con quién bailó esa noche?



- Sí - dijo, se lo voy a decir pero más tarde.



En ese momento se escuchó el escape de una moto y enseguida un ruido seco.

La moto, una Harley-davidson se había detenido en la puerta. Ví bajar al hombre

de la moto y caminar hacia la casa. El vidrio de la ventana del living no lograba apaciguar

el gesto tenso del hombre. Era el mismo hombre con quien me había encontrado un rato

antes, el que había viajado a mi lado en el ómnibus hasta el pueblo.

Entonces volví a pensar en la frase, que nuestra vida está básicamente marcada por las

personas que encontramos, no está hecha de paisajes naturales sino de paisajes humanos.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados



sábado, 6 de agosto de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento) - Araceli Otamendi

fotografía tomada en el Museo Casa Carlos Gardel
(c) Araceli Otamendi


- Nos vamos para Buenos Aires. La voz de Adela sonó estridente. Al menos los hijos lo habían  percibido así. Adela era la voz cantante en esa casa, la jefa, la mujer que llevaba los pantalones en ese hogar. ¿Había sido así desde siempre? Adela había aprendido a manejar armas. En el campo era mejor saber tirar que saber coser o saber tejer. Adela había aprendido muchas cosas desde que había tenido que hacerse cargo de esa casa, de esa familia. Su marido, el padre de sus hijos  había muerto y no había remedio: ella era la jefa, la madre y el padre, la que todo lo decidía y la decisión era clara: ¡nos vamos para Buenos Aires!

-         ¡Pero mamá! ¿lo pensó bien? Adolfo era el único que no estaba de acuerdo. - ¿De qué vamos a vivir allá?

-         Hay que trabajar, tenemos que trabajar, yo en el campo no me quedo más – había dicho Adela.

En cambio las hijas parecían muy contentas. Al fin podrían vivir en una gran ciudad, con luces, música y teatros. En el campo el atardecer las hacía sentir más desguarnecidas, más desprotegidas desde que el padre había muerto. Y Adela era la única protección de toda esa familia. Adela y su hijo mayor, Adolfo. Pero Adolfo era joven todavía para hacerse cargo de una familia. A Adolfo le gustaba bailar el tango,
se peinaba a la gomina y entonaba tangos, tangos como esos de Gardel. Y también le gustaba bailarlos.

-         ¡Tenés que separarte de esos sinvergüenzas de tus amigos! Adolfo. ¡Tenés que dejar de verlos – decía Adela. Porque a Adela, la jefa de la familia no le gustaban los amigos de Adolfo, jugadores, mujeriegos que lo llevaban por mal camino. ¡Cuántas veces se lo habían llevado a Rosario! 

-         ¿Qué quiere que haga, mamá? ¿Qué me quede en casa como mis hermanas?

- Adolfo: ¡sos un sinvergüenza! A vos que te gusta Gardel, aprendé de él, ¡cómo canta!
Es un verdadero zorzal. Y no me gusta que vayas a Rosario.

-         Sí, mamá, ya lo sé. Pero yo no sirvo para cantar.

      -     Entonces, ¡inventá algo! Y que sea pronto ¡porque el mes que viene nos vamos de aquí a Buenos Aires!

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados