domingo, 26 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


El avión en que viajaba Guillermo se estrelló esa noche, cuando Mary ya se había ido de la comida de solos y solas y ya se encontraba en su cuarto de la posada, durmiendo.  Pero ella no se enteró hasta la mañana siguiente. Había bajado a desayunar y le sorprendió encontrarme ahí, en el bar de la posada, mientras leía el diario y tomaba el café. Mary sabía que Guillermo estaba viajando, porque todo se sabía en el laboratorio donde ella trabajaba.  Si bien, ella siempre había presentido que Guillermo iba a tener un final trágico no esperaba que eso fuera a ocurrir tan pronto y de esa manera. Decidió irse de la posada enseguida,  armó el bolso con las pocas cosas que había traido y pidió un remise que la llevara de vuelta al pueblo. Casi no intercambiamos palabras cuando me enteré yo también que en el avión del accidente viajaba el ex jefe de Mary.  Yo debía seguir con mi trabajo de investigación del marido de mi clienta, que sí había ido con una mujer y se alojaba en la posada.


Mientras viajaba en el remise, Mary miraba la ruta y las imágenes de Guillermo se superponían una detrás de la otra. Empezó a recordar las escenas vividas, ahí, en esa oficina del piso veinte, y también todo lo que habían hecho juntos, lo que habían hablado, los intercambios y todo lo que había aprendido también  con él. Y todo lo que ella le había dado. Recordaba las conversaciones, las peleas, las comidas, los proyectos. Y por momentos se preguntó qué hubiera ocurrido si ella hubiera seguido ahí, trabajando con él. Pero eso era algo imposible de imaginar. Ya no cabía en su mente. Guillermo estaba muerto. Y durante todo el viaje hacia el pueblo, mientras veía las vacas y las ovejas pastando, los silos llenos de cereales y los tractores trabajando en el campo, empezó a sentir una pena enorme por él. Y también lo admiró, porque había llegado adónde había querido, había tenido éxito, había muerto en su ley. Inteligente, buen mozo, atractivo,  mundano, exitoso, esforzado, tal vez como Gardel, en lo que él hacía, así fue Guillermo.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

foto: Museo Casa de Carlos Gardel - (c) Araceli Otamendi

sábado, 25 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



     El teléfono sonaba insistentemente en la habitación de Mary, pero nadie lo escuchaba. Del otro lado de la línea, intentaba comunicarme con ella. La llamé varias veces a la posada y la respuesta era siempre la misma: la señora Mary no está en la habitación ¿quiere dejarle algún mensaje?  No, no iba a dejárselo. Iría esta misma noche a ahí, mi trabajo de investigadora me llevaba a la posada donde se alojaba Mary. Un lugar distante, pero no tanto, del pueblo. Mary, había dicho Julio, que Mary le había dicho, había ido ahí, para alejarse de la rutina durante un fin de semana, tal vez tres días. Buscaba estar lejos de los lugares que frecuentaba siempre.

Yo había llegado al pueblo para seguir la investigación de la carta de Gardel y porque una nueva clienta me había encomendado el seguimiento de su marido. Este, con la excusa de viajar por el interior del país por motivos de trabajo, aparentemente iría al pueblo donde vivía Mary,  con su secretaria. Y se alojarían en algún lugar de ahí durante dos noches. ¿Cómo lo sabía la mujer? ¿Y acaso las mujeres no lo sabemos todo acerca de nuestros maridos, parejas,  novios, amantes? El tema era comprobarlo y para eso me había encomendado reunir las pruebas. Estaba harta de las infidelidades de él. Aunque sabía que era imposible tener a un hombre atado. Estaba realmente  harta. Y nada, absolutamente nada, podía superar ese hartazgo.  Mi clienta, no se daba por vencida. Había averiguado absolutamente todo: adónde irían, qué  habitación tenían reservada, y un montón de cosas más. Esta noche, podría comprobar las sospechas de la mujer cuando fuera a la posada, donde también había reservado una habitación.


    Mary caminaba cerca del muelle. El sol de la hora de la siesta no le sentaba bien. Había gozado de un cierto estado de felicidad cerca del agua, como a ella le gustaba. Una sola cosa la ensombrecía: la imagen de Felipe, su gato. Lo imaginaba solo, deslizándose por la casa, alimentándose con balanceado y tomando agua, pero nada más. Imaginaba la soledad del animal, perdido en las habitaciones, esperándola y un poco le partía el alma. Mary  le habia pedido al encargado del edificio que lo cuidara
durante esos días en que no iba a estar. Le daba lástima dejarlo, aunque necesitaba salir de la casa y de la oficina con urgencia. Por eso había ido ahí, a la posada. Para estar sola, para poder pensar. Pasó varias horas del día caminando cerca del lago, sentándose de a ratos cerca del agua, mirando los árboles. Así, fueron pasando las horas. Por momentos, el recuerdo de Guillermo volvía a su mente.
Uno de los reproches más terribles de él era que no lo había querido acompañar en un viaje.  Susana hubiera venido, decía furioso. Y Mary se quedaba mirándolo a los ojos, sin contestarle. El también la miraba, como si ella tuviera que darle una explicación, una respuesta, que nunca llegaba.  Susana era la secretaria anterior a Mary. ¿Por qué ella tendría que acompañarlo en un viaje al otro extremo del mundo, conociendo como era Guillermo? La única obligación que Mary consideraba que tenía era cumplir con su trabajo, pero la relación que se había entablado entre ella y su jefe, sobrepasaba cualquier relación laboral. A pesar de lo intuitiva que era Mary, nunca llegaba a conocer del todo a Guillermo y la relación que mantenía con él se había convertido en algo peor que un matrimonio de varios años desavenido. Guillermo había invadido su vida de tal manera que ella misma jamás se hubiera imaginado. Guillermo se había transformado en alguien que le hacía reclamos permanentes , tal vez de la forma en que sólo un niño puede reclamar. Le reclamaba algo que seguramente él jamás había tenido y que suponía Mary podía y debía darle.  ¿Falta de amor, comprensión, afecto? tal vez. Pero eso no correspondía a una relación entre un jefe y una secretaria. Y sin embargo...sabía que Guillermo, por su forma, de ser, por su dispersión, por sus enormes ambiciones en el trabajo, no lograba en su vida afectiva lo que ambicionaba. Y tampoco lograba llevar adelante una amistad como la que se podría haber entablado entre Mary y él, por más empeño que ponía Mary en eso. Y tal vez era por eso que la llamaba a toda hora, le contaba sus problemas, le pedía consejos y asesoramiento todo el tiempo. Y también la involucraba en su vida de una manera en que Mary no quería ya saber más. ¿Qué le importaban a ella las amigas de Guillermo? ¿qué le importaba a ella el pasado de Guillermo? ¿qué le  importaba lo que hacía Guillermo con sus amigas? ¿qué le importaba de todo eso? Y eso se lo había ido preguntando  Mary día a día, en esa oficina del piso veinte donde había estado trabajando con él. Y también en su casa.

Y ella había sentido que le faltaba el aire. El único refugio que tenía Mary era irse a su casa después del trabajo o ir a bailar. Muchas veces se había planteado qué hubiera ocurrido si hubiera acompañado a Guillermo en uno de esos viajes que él le había propuesto . Y ya no quería pensar más. Por eso caminaba, para poder pensar, para respirar aire fresco entre los árboles, para sentir la brisa en la cara.

Cuando Mary volvió a la posada, eran las siete de la tarde. Atendida por los dueños, la posada era una casa, un lugar antiguo y reciclado, dedicado ahora al turismo rural. A la noche habría una comida y baile, ¿quería ir? Mary dudaba. No sabía si tenía ganas de ir a ese tipo de reuniones, con personas extrañas, a las que nunca había visto en su vida. Tampoco sabía que la detective se alojaría ahí. La dueña de la posada le aclaró: es una reunión de solos y solas, vienen de muchos lugares, ¿le interesa? Mary la miró azorada. Ella que había ido ahí justamente para estar sola, estaba invitada a una reunión para  conocer personas solas que iban en busca de compañía. Le pareció indignante la invitación de la  mujer pero no dijo nada. Tal vez fuera, ni siquiera sabía lo que iba a hacer después de darse una ducha y cambiarse.

Dejó correr el agua durante unos minutos antes de entrar.

El vapor le haría bien. Mientras, podría limarse las uñas y mirar la televisión, relajarse nada más que para emprender de nuevo lo que le había gustado llamar una renovación. Se había comprado ropa nueva y se había dispuesto a usarla. Nada del glamour ni de la ropa sofisticada que usaba en Buenos Aires. Aquí, en el pueblo, se vestiría como siempre le había gustado, de la forma en que se sentía más cómoda y auténtica. Unos pantalones negros y una camisola blanca, se pondría además unas zandalias y llevaría un saco tejido en forma artesanal. El olor de los pinos entraba por la ventana del cuarto  y también  el aroma de la leña quemándose en el fuego del asador la habían decidido finalmente ir a esa reunión a la que la había invitado la dueña de la posada. Bajaba de la habitación por la escalera y ya se escuchaban las voces altisonantes de las personas que habían ido a la reunión de solas y solos. El dueño de la posada, un hombre de anteojos y  pelo oscuro con algunas canas, le señaló un lugar: era una mesa redonda para seis personas. Y Mary vio que alrededor había otras mesas, también para seis comensales. Una mujer, rubia, de pelo largo y muy maquillada parecía dirigir la orquesta. Había un show. Mary se sentó en el lugar dispuesto y se encontró a su lado con un hombre que tenía todo el aspecto de un abogado, un tipo bastante simpático. Del otro lado, se había sentado una mujer que  tenía todo el aspecto tal vez de una contadora o especialista en finanzas. ¿De qué hablarían esa noche?Mientras el ruido y la música continuaban y un hombre disfrazado de mago empezaba a hacer trucos y a contar chistes, y la comida ya había llegado a la mesa, el hombre con aspecto de abogado, bronceado, ojos oscuros, vestido con jeans, camisa blanca y saco azul le contaba a Mary su vida. Entre plato y plato, carne con ensalada y papas fritas, además de jamón crudo y palmitos como entrada, el hombre  ya le había confesado a Mary su situación sentimental, era viudo, también su profesión: era abogado, le había contado acerca de su cuenta bancaria - real o imaginaria -, de sus propiedades - reales o imaginarias - y también cómo estaba compuesta su familia: hijas e hijos. Y además le había dicho casi como en secreto la marca del auto.  Mary pensaba en escapar lo más pronto posible de ahí. No había ido a la posada para encontrarse con personas tan solas o que no sabían qué hacer con su vida. Mary había ido a la posada para pensar en ella misma. Lamentaba que hubiera personas que sufrieran tanto la soledad. Y que la vida actual en las ciudades fueran la causa de que las personas estuvieran tan solas y vivieran con tanto sufrimiento. Mary lo sabía. Y también lamentaba que las personas tuvieran que asistir a ese tipo de reuniones con desconocidos, donde no siempre la pasaban bien, porque los encuentros podían ser muy frustrantes. Y también lamentaba los after hours en Buenos Aires donde la secretaria de otro director, de la empresa donde trabajaba la había invitado alguna vez a acompañarla. Esos after hours para divertirse tan aburridos como puede ser la obligación de divertirse después del trabajo, para tomar algo, para seguir hablando tal vez de lo mismo que se había hablado durante todo el día.  Ella conocía otras formas de vida. Y además, la soledad en la que vivía últimamente, en su casa, con la única compañía de Felipe, ese animal oscuro, de pelo sedoso y brillante que vivía pendiente de sus movimientos ni bien ella entraba, le estaba resultando cada vez más agradable, no le venía mal.  Ahora Mary miraba nuevamente hacia donde estaba la salida. El hombre seguía hablando, contando su vida también ya se había despachado con detalles acerca de su mujer, que estaría descansando en paz, seguramente en algún lugar. Era una mujer llena de virtudes, decía y Mary no lo dudaba. Mary sólo miraba hacia la puerta del restaurant y el pretexto que inventaría para escapar.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: foto Museo Casa de Carlos Gardel

martes, 21 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


           Desprenderse de una mala relación cuesta. Y desprenderse de una mala relación en el trabajo cuesta mucho más. Si uno cree que la vida de uno depende de ese trabajo y de esa relación, se puede tornar imposible cortar con esa dependencia. Mary tenía que buscar la salida de la mala relación que tenía con su jefe, Guillermo, y la buscó. Primero quiso saber los motivos que la habían llevado a aceptar ser la secretaria de Guillermo cuando estaba muy cómoda en su puesto anterior, en la empresa del pueblo donde ella vivía. Fue así que consultó a una psicóloga. Y también a un médico. Habló mucho  contándoles su  mala experiencia. Guillermo se había apoderado de ella: de su tiempo, de su trabajo, de sus pensamientos. Iba a ser difícil, pero no imposible salir de ahí y con ayuda lo había logrado. No quiso decirle nada a nadie: ni a su amigo Julio, ni a las pocas amigas que tenía. Sabía que no la iban a entender. ¿Cómo alguien que había llegado a tener un puesto así, con el doble del sueldo que ganaba antes quería tirar todo por la borda? ¿qué le pasaba? Fue así que había planificado de a poco el cambio: hablaría con la señora Nelly, la contadora de la empresa y le pediría volver al puesto que ocupaba antes. No era posible, había dicho la señora Nelly. Tendría otro trabajo, distinto, tal vez
mejor para ella. Su nivel de vida - en apariencia - sería menor, pero Mary sabía que iba a ganar en otras cosas, tranquilidad, por ejemplo. Vivir en una gran ciudad como Buenos Aires, ya no le interesaba. Había conocido restaurantes de lujo, junto a Guillermo, bares sofisticados, se había comprado los mejores vestidos y trajes que había en los shoppings. Y también había conocido varias milongas y lugares nuevos donde se bailaba tango. Pero ya estaba harta. Tal vez no de todas esas cosas
que eran accesorias y que venían aparejadas con el nivel del puesto de secretaría de Guillermo, el director de un laboratorio de especialidades veterinarias que facturaba millones y millones.
Estaba harta de la mala elección que había hecho. Y también sabía que no iba a pasar el resto de sus días viviendo así, nada más que para el trabajo y para las ocurrencias de su jefe.
Lo mejor que se puede hacer cuando hay una mala relación de esa naturaleza, como la que Mary tenía con Guillermo, es no ver más a esa persona. No querer saber más. Cortar por lo sano. Y tal vez por eso, Mary había ido ese fin de semana a la posada, en medio de la naturaleza. Porque se había alejado de Guillermo cuando vino a vivir al pueblo y cuando cambió de trabajo, pero en su mente Guillermo  todavía estaba.

Ahora Mary se había sentado en el muelle, mientras algunos hombres y mujeres pescaban.  Sobre las tablas de madera del muelle, con la espalda apoyada en una de las barandas, Mary miraba el agua del lago. Eran aguas tranquilas, que se movían casi solamente cuando pasaba alguna lancha. El ruido del agua moviéndose apenas, le hacía bien a la mente. ¡Qué bien se podía estar con tan poco! pensaba. A solas con ella misma, vestida sólo con unas bermudas y una remera, descalza, la madera del muelle tibia por el sol la abrigaba. Qué bien se podía estar con una misma, cuando los pensamientos, iban aclarando la mente para alcanzar la paz en el corazón. Eso era todo lo que le importaba. Qué bien se podía vestir una mujer con sus pensamientos, sin necesidad que nadie le desvistiera el cuerpo o el alma. Sin necesidad de aceptación ni de depender de nadie.
¿Qué más hubiera necesitado Mary ese día? ¿Cuánto podía durarle esa tranquilidad?
Mientras ella continuaba sentada ahí en el muelle, el teléfono de la habitación había empezado a sonar una y otra vez ¿alguien dejaría un mensaje?

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
imagen: Casa Museo Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

sábado, 18 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


    Julio me dejó preocupada cuando hablé con él esta mañana. Mary le había pedido que la acompañara en la moto a una posada, a más de cincuenta kilómetros del pueblo. Se iba a quedar ahí sola el fin de semana. ¿Por qué sola en una posada? Quiero estar sola, dijo Julio que ella le dijo. A Julio no le extrañaba eso, dijo. Porque últimamente, desde que había vuelto al pueblo, Mary era otra persona, no la misma de antes. Se había vuelto más reservada, más distante, de él y de todos. Y cada vez yo estaba más segura de estar en lo cierto por seguir esta línea de la investigación, Mary seguramente se había llevado la carta de Gardel de la señorita Ana. La tendría oculta en alguna parte. ¿Y si fuera cierto?

-¿Y cómo es esa posada?

- Es un lugar muy lindo, en plena naturaleza, hay una laguna y animales.

- ¿Qué le dijo exactamente Mary?

- Que quería pensar en ella misma, no quería ir a bailar tango, no iba a ir a la oficina durante tres o cuatro días.

- ¿Y qué más, Julio?

- Dijo que si podía me diera una vuelta por la casa de ella, donde ya no vive más y después le diga cómo está.

Lo miré a Julio a los ojos, estábamos sentados en un café del pueblo, había muchas personas a esa hora, y pensé que algo me ocultaba. Julio tenía un brillo extraño en la mirada  cuando hablaba de Mary y trataba de ocultarlo. ¿Cómo seguir con la investigación entonces, si la principal sospechosa de haberse llevado la carta se había ido justo cuando yo volvía al pueblo? La señorita Ana me había llamado. Además de seguir buscando la carta de Gardel, ahora quería también que investigara a su sobrino, en qué andaba.
¡Adolescente! ¡es un adolescente!, me había dicho por teléfono con voz de enojada. Y  no es mi hijo, había subrayado. Es una prueba del destino, decía. Nunca me casé ni tuve hijos y me cayó este sobrino por una desgracia. Alguna vez le voy a contar mi historia. Y ahora no me hace caso en nada. Está rebelde, y lo peor es que va a cada rato a la casa de la familia del padre, con la que no me puedo ver. Es mutuo, no nos podemos ver, tampoco ellos a mí. Y tengo que cuidarlo, soy la responsable hasta que sea mayor de edad. Está bien, le dije, viajo al pueblo este fin de semana y hablamos.
La señorita Ana me esperaba ese mediodía con un asado, había dicho. Pero antes quise hablar con Julio y le pedí que nos viéramos en un café. Entonces él me había contado acerca de Mary.

Acomodó la muda de ropa que había traído en el placard del cuarto y la bolsa de cosméticos en el baño. Pensaba que tal vez tendría ganas de arreglarse a la noche. También el regalo que le había dado Julio cuando la fue a buscar en la moto. Lo había abierto delante de él: En la tapa decía: Gabriel García Márquez - Cien años de soledad. Cuando abrió el libro, vio la dedicatoria: Con la amistad de Julio. 
Le agradeció el libro a Julio, y pensó que el título la alcanzaba definitivamente a ella: cien años
de soledad y muchos más eran los que ya llevaba. En realidad leía poco, generalmente revistas y diarios y también algunos libros que Guillermo le había ido prestando. El después le preguntaba cosas acerca de los libros, quería que se los contara. Y Mary, con la gran memoria que tenía le narraba las historias con detalles. Eso  le gustaba a Guillermo, como si fueran los cuentos de las mil y una noches, él elegía las historias y Mary se las contaba. Y así, entre reuniones de directorio, almuerzos y salidas con las amigas, informes de productos veterinarios y de ventas, informes del laboratorio y de las sucursales, Guillermo  le pedía a Mary que lo acompañara. Tomaban un café, o comían algo y entonces Guillermo empezaba el interrogatorio: ¿y qué te pareció el libro? ¿y qué pasaba entre fulano y mengano? ¿y qué decía John? ¿y entonces te acordás qué pasaba? Y así había ido memorizando libros, varios. Sabía las escenas, sabía acerca de los personajes sabía lo que decía Guillermo cuando ella se lo contaba. Y así muchas veces se hacía de noche, y Guillermo quería seguir conversando y no la dejaba ir.  Y ella sentía ese vacío de él, que no se llenaba con nada. Hasta que ella le decía: es tarde, tengo que irme. Y él a veces la acompañaba hasta la casa.

Dejó el libro sobre la mesa de luz, lo iba a leer a la noche, cuando se acostara y salió de la posada a caminar. El lugar era tan hermoso, había verde por todas partes y pájaros que cantaban.
A lo lejos se veía el reflejo del lago, entre azul claro y plata  y algunas personas remaban. Caminaba entre los árboles por donde la luz del sol se filtraba. Se sentía triste y a la vez tranquila. ¿Y no había sido la alternativa de su vida así? Cuando escapaba del ruido, de las relaciones, del trabajo, de los falsos y no falsos enamoramientos, de los amigos verdaderos y de los no verdaderos y  de los extraños, de las rutinas que ella misma se había impuesto? ¿Y qué? se contestó. Peor era meterse en ese torbellino de la gran ciudad, en esa oficina del piso veinte, con un jefe como Guillermo. Comprando ropa y más ropa, carteras y zapatos, aros de piedras, para lucirse en la oficina, para acompañar a Guillermo a todas partes. Y gastando y gastando casi todo el sueldo que ganaba.  Y otra vez había aparecido el nombre de Guillermo, esa persona que no estaba más en su vida, esa relación de tanta perversidad que Mary quería olvidar.
Por eso había ido a ese lugar. Para pensar.

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foto: Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

lunes, 13 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela (fragmento)


Acostada en la cama, con la televisión prendida mientras Felipe, el gato de pelo negro, sedoso y brillante la mira fijamente, sentado al lado de la puerta, Mary mira cómo se proyecta  la figura de un pájaro en el techo  del cuarto. Es una figura en movimiento, como la mano derecha de Mary que hace sombras a la manera de un teatro chino. El sonido de la gota de la canilla de la cocina es el único ruido de la casa, además de las voces de la televisión apenas audibles. Mary mueve la mano, y las  sombras se proyectan en el techo y Felipe las mira. Había vuelto de bailar, eran las tres o las cuatro, tal vez. A esa hora el gato la recibió con un maullido y después deslizó su cuerpo contra las piernas de Mary. Enseguida ella se despojó de la ropa de bailar tango: la pollera con un tajo al costado y los zapatos que revoleó por el aire. A veces, cuando bailaba milonga Mary se sentía tan disfrazada como cuando era la secretaria de Guillermo y tenía que vestirse de una forma adecuada al cargo y al estatus que su jefe tenía en la empresa. Y enseguida Mary entró en la ducha y se quitó debajo del agua el perfume tan dulzón y fuerte de su compañero de baile. Cuando salió de la ducha, se puso una salida de baño y se sentó durante un rato en el living. Miraba las valijas todavía intactas, sin abrir.
Mary ya había decidido a quién le daría toda esa ropa que había traido de Buenos Aires. En el pueblo había una comunidad de hermanas de la caridad que organizaba ferias americanas todos los meses para sostener un comedor para las personas sin techo y ancianos. Las había ido a ver y ellas habían aceptado encantadas. Así, cualquier persona del pueblo podría comprar esa ropa a un precio accesible además de contribuir con una obra de bien. Mary se imaginó que tal vez podría ver a la empleada que trabajaba en el lavadero vestida con el palazzo de seda de color violeta oscuro, o tal vez la empleada de la panadería con un vestido Jackie blanco. Y si las viera vestidas con esa ropa de su vida anterior, recordaría esos retazos de su vida, como en un film, no estaba mal. Y ella no sentiría que había sido tan inútil todo, aceptar ser la secretaria de Guillermo, padecerlo, aceptar gastar medio sueldo en ropa, aceptar tantas cosas que no debiera haber aceptado nunca.

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foto: Casa Museo de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

martes, 7 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


El departamento del octavo piso era luminoso. Mary lo había alquilado recién pintado, un dos ambientes, con lavadero y balcón, a la calle. De noche se veían los techos de las  casas, el pueblo iluminado. Le quedaba relativamente cerca del trabajo. Una cama y una  mesa de luz, un sofá y una mesa en el living, eran todo su mobiliario. Le habia dejado el pez con la pecera  al encargado del edificio de Buenos Aires y finalmente había traído la ropa que usaba como secretaria de Guillermo en unas valijas. No las había abierto aún. Esos vestidos estilo Jackie, los palazzos y los pantalones de seda, no sabía qué hacer con ellos. Todos esos collares, los aros de piedras, ¿a quién regalárselos? Ni loca se vestiría así para andar por el pueblo.
Se había comprado una agenda nueva y un cuaderno donde registraba día por día sus actividades a la manera de un diario. No era fácil librarse de Guillermo, aún persistía en la memoria su presencia, aunque  cada día más lejana.
Las otras noches había recibido llamados a la una, dos de la mañana, la hora en que muchas veces su antiguo jefe la llamaba. Mary atendía y del otro lado no había más que silencio. A Guillermo le gustaba hablar, a cualquier hora del día. Y Mary siempre lo había escuchado.
Ahora, la compañía silenciosa de Felipe, el gato, su nueva mascota, le hacía bien. Era un gato oriental, de pelaje sedoso y oscuro. Felipe sólo maullaba mientras Mary daba vueltas por la casa, ordenaba papeles, ropa, algunas compras del supermercado.
Había colgado la fotografía de Carlos Gardel en una de las paredes del living. La había comprado en el salón donde bailaba tango y milonga. Le hubiera gustado conocer a Gardel, como la tía de la señorita Ana, su antigua vecina. La vida de Mary se había convertido otra vez en una rutina: el trabajo de oficina, en el laboratorio al lado de la señora Nelly, las clases de tango y milonga, alguna salida con Julio, los fines de semana a remar en la laguna o el río. Mary deseaba que no le volviera a ocurrir lo mismo con nadie, lo que le había pasado con Guillermo tenía que ser una enseñanza. Nadie volvería a ocupar su mente como él. Nadie tendría el comando, nadie le exigiría tanta atención como él. Tanto.
No volvería a vivir una historia de perversidad como ésa.
Y si le volviera a pasar pediría ayuda, gritaría socorro, se iría de viaje a algún lugar lejano. Esa noche Mary se durmió en el sofá del living, con la televisión prendida, mirando un serie. Y soñó con los perros, los perros que tenía antes en la casa y que habían aparecido muertos. Ahora, los dos perros, estaban vivos y perseguían unas ratas, chiquitas y blancas, como las que se usaban en el laboratorio. Mary veía la escena y levantaba vuelo, y desde el aire veía la cacería de las ratas. El terreno por donde los perros avanzaban cazando las ratas era extenso y Mary volaba muy alto. Tenía miedo de caer y al final aterrizaba lentamente. Entonces volvía a su casa, su antigua casa y entraba. La casa estaba vacía,
deshabitada y encontraba ahí huellas de su vida anterior. De alguna manera estar ahí en la casa le daba cierta seguridad y a la vez, no le gustaba que estuviera tan vacía, tan despojada.
Ese lugar sin presencias la hacía sentir muy extraña.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

foto: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi

viernes, 3 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


La señorita Ana se dirigió decidida al jardín. En una mano sostenía una canasta de mimbre, en la otra una tijera de podar. En la boca de la señorita Ana se dibujaba una sonrisa cerrada y maliciosa. Era una tarde verdaderamente fantástica, con pájaros de pecho naranja y plumas marrones, cardenales, jilgueros, benteveos, horneros, colibríes, que producían verdadera música con su canto. Y todos estaban libres en los jardines.
Julio  seguía a la señorita Ana  con el mate y la pava con el agua tibia. La señorita Ana abrió la puerta de la cocina con alambre tejido para que no entren los insectos adentro de la casa  y caminó rápidamente hacia el níspero. El níspero era un viejo árbol que daba frutos cada verano. La señorita Ana no estaba muy de acuerdo en conservar el níspero en el jardín porque decía que ese era un árbol que traía muchas arañas. Sin embargo, los frutos eran ricos.
Julio se sentó en la reposera donde antes había estado la señorita Ana y le preguntó si quería que la ayudara. La señorita Ana respondió altiva, dijo que no, que no necesitaba ayuda y caminó hacia una pared medianera donde estaba la escalera de madera. Mientras la señorita Ana subía la escalera y se asomaba hacia la casa de los vecinos, Julio vertió un poco de agua en el mate. La yerba mojada rebalsó y Julio limpió el mate con la mano. Poco después se enjuagó la mano con el agua de la manguera que regaba las plantas.
La señorita Ana vio en el jardín de la casa vecina, donde antes vivía Mary  una pileta de plástico con un niño rubio de unos dos años adentro del agua. La madre, rubia y joven,  sólo vestida con una bikini jugaba con él. Los dos, el niño y la madre tenían la piel bronceada por el sol.  La señorita Ana sentía envidia de la escena.
Poco despúes la señorita Ana bajó y llevó la escalera hasta el níspero. Fue en ese momento en que sonó el timbre.

- Voy a atender - dijo Julio

- Sí, por favor - contestó la señorita Ana

Julio se asomó por la mirilla y vio a un hombre más o menos de la edad de la señorita Ana.

- Soy Hugo, el vecino de la otra cuadra - dijo

- Un momento - contestó Julio

La señorita Ana ya estaba al tanto de quién había tocado el timbre y estaba arrojando desde lo alto de la escalera los nísperos que arrancaba del árbol en la canasta. Entonces dijo, casi a los gritos:

- No le abras, ése ya vino a buscar nísperos la semana pasada.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
imagen: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi