sábado, 18 de febrero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


    Julio me dejó preocupada cuando hablé con él esta mañana. Mary le había pedido que la acompañara en la moto a una posada, a más de cincuenta kilómetros del pueblo. Se iba a quedar ahí sola el fin de semana. ¿Por qué sola en una posada? Quiero estar sola, dijo Julio que ella le dijo. A Julio no le extrañaba eso, dijo. Porque últimamente, desde que había vuelto al pueblo, Mary era otra persona, no la misma de antes. Se había vuelto más reservada, más distante, de él y de todos. Y cada vez yo estaba más segura de estar en lo cierto por seguir esta línea de la investigación, Mary seguramente se había llevado la carta de Gardel de la señorita Ana. La tendría oculta en alguna parte. ¿Y si fuera cierto?

-¿Y cómo es esa posada?

- Es un lugar muy lindo, en plena naturaleza, hay una laguna y animales.

- ¿Qué le dijo exactamente Mary?

- Que quería pensar en ella misma, no quería ir a bailar tango, no iba a ir a la oficina durante tres o cuatro días.

- ¿Y qué más, Julio?

- Dijo que si podía me diera una vuelta por la casa de ella, donde ya no vive más y después le diga cómo está.

Lo miré a Julio a los ojos, estábamos sentados en un café del pueblo, había muchas personas a esa hora, y pensé que algo me ocultaba. Julio tenía un brillo extraño en la mirada  cuando hablaba de Mary y trataba de ocultarlo. ¿Cómo seguir con la investigación entonces, si la principal sospechosa de haberse llevado la carta se había ido justo cuando yo volvía al pueblo? La señorita Ana me había llamado. Además de seguir buscando la carta de Gardel, ahora quería también que investigara a su sobrino, en qué andaba.
¡Adolescente! ¡es un adolescente!, me había dicho por teléfono con voz de enojada. Y  no es mi hijo, había subrayado. Es una prueba del destino, decía. Nunca me casé ni tuve hijos y me cayó este sobrino por una desgracia. Alguna vez le voy a contar mi historia. Y ahora no me hace caso en nada. Está rebelde, y lo peor es que va a cada rato a la casa de la familia del padre, con la que no me puedo ver. Es mutuo, no nos podemos ver, tampoco ellos a mí. Y tengo que cuidarlo, soy la responsable hasta que sea mayor de edad. Está bien, le dije, viajo al pueblo este fin de semana y hablamos.
La señorita Ana me esperaba ese mediodía con un asado, había dicho. Pero antes quise hablar con Julio y le pedí que nos viéramos en un café. Entonces él me había contado acerca de Mary.

Acomodó la muda de ropa que había traído en el placard del cuarto y la bolsa de cosméticos en el baño. Pensaba que tal vez tendría ganas de arreglarse a la noche. También el regalo que le había dado Julio cuando la fue a buscar en la moto. Lo había abierto delante de él: En la tapa decía: Gabriel García Márquez - Cien años de soledad. Cuando abrió el libro, vio la dedicatoria: Con la amistad de Julio. 
Le agradeció el libro a Julio, y pensó que el título la alcanzaba definitivamente a ella: cien años
de soledad y muchos más eran los que ya llevaba. En realidad leía poco, generalmente revistas y diarios y también algunos libros que Guillermo le había ido prestando. El después le preguntaba cosas acerca de los libros, quería que se los contara. Y Mary, con la gran memoria que tenía le narraba las historias con detalles. Eso  le gustaba a Guillermo, como si fueran los cuentos de las mil y una noches, él elegía las historias y Mary se las contaba. Y así, entre reuniones de directorio, almuerzos y salidas con las amigas, informes de productos veterinarios y de ventas, informes del laboratorio y de las sucursales, Guillermo  le pedía a Mary que lo acompañara. Tomaban un café, o comían algo y entonces Guillermo empezaba el interrogatorio: ¿y qué te pareció el libro? ¿y qué pasaba entre fulano y mengano? ¿y qué decía John? ¿y entonces te acordás qué pasaba? Y así había ido memorizando libros, varios. Sabía las escenas, sabía acerca de los personajes sabía lo que decía Guillermo cuando ella se lo contaba. Y así muchas veces se hacía de noche, y Guillermo quería seguir conversando y no la dejaba ir.  Y ella sentía ese vacío de él, que no se llenaba con nada. Hasta que ella le decía: es tarde, tengo que irme. Y él a veces la acompañaba hasta la casa.

Dejó el libro sobre la mesa de luz, lo iba a leer a la noche, cuando se acostara y salió de la posada a caminar. El lugar era tan hermoso, había verde por todas partes y pájaros que cantaban.
A lo lejos se veía el reflejo del lago, entre azul claro y plata  y algunas personas remaban. Caminaba entre los árboles por donde la luz del sol se filtraba. Se sentía triste y a la vez tranquila. ¿Y no había sido la alternativa de su vida así? Cuando escapaba del ruido, de las relaciones, del trabajo, de los falsos y no falsos enamoramientos, de los amigos verdaderos y de los no verdaderos y  de los extraños, de las rutinas que ella misma se había impuesto? ¿Y qué? se contestó. Peor era meterse en ese torbellino de la gran ciudad, en esa oficina del piso veinte, con un jefe como Guillermo. Comprando ropa y más ropa, carteras y zapatos, aros de piedras, para lucirse en la oficina, para acompañar a Guillermo a todas partes. Y gastando y gastando casi todo el sueldo que ganaba.  Y otra vez había aparecido el nombre de Guillermo, esa persona que no estaba más en su vida, esa relación de tanta perversidad que Mary quería olvidar.
Por eso había ido a ese lugar. Para pensar.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

foto: Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

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