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lunes, 30 de enero de 2012
La carta de Gardel - novela - (fragmento)
En su interior se alegró al conocer la noticia y le deseó mucha suerte. Pero no se lo comunicó. Mary era así, callaba sus sentimientos. Mary era reservada al extremo, por eso Guillermo la había elegido como su secretaria. Habían tenido sus discusiones, sus charlas, y Mary siempre había callado, finalmente. La última palabra se la reservaba.
Ahora Guillermo era el nuevo director general de la división internacional del laboratorio donde Mary seguía trabajando. Eso le ampliaba a Guillermo el panorama. Pensó en llamarlo, en felicitarlo y también pensó en el rencor que Guillermo tendría por haber dejado su puesto, por haberse ido de ahí y haber vuelto a su antiguo trabajo en el pueblo, un poco más alegre y confortable.
Era mejor, pensaba, dejar las cosas así. Se alegraba y mucho por Guillermo, por todo lo que había luchado en el trabajo, porque veía sus sueños en parte cumplidos y también porque mientras estuvo al lado de él lo ayudó de la manera en que sabía y podía hacerlo.
Pero Mary era dueña de su vida y no quería que nadie la timoneara más que ella misma. Era la propia capitana de su alma. ¿Qué pasiones la llevarían ahora a ir por otro camino más que el que había elegido? A veces era el odio, ahora un poco menos, hacia la antigua vecindad con la señorita Ana. A veces era la pérdida de su hábitat, en su antigua casa, junto a los perros que ahora ya no estaban. Pero cuántas cosas había ganado, cuántas.
¿Podía haber sido Mary quien ocultaba en alguna parte la carta de Gardel?
Eso me lo preguntaba mientras viajaba al pueblo, mientras veía a lo lejos los altares del Gauchito Gil y los campos sembrados y los tractores trabajando. Mientras miraba el verde del paisaje y los silos repletos de granos.
¿A quién podía interesarle, sino a Mary, la carta de Gardel que a la señorita Ana le faltaba?
En el camino había mucho tráfico de camiones, el ómnibus dónde viajaba, no podía acelerar mucho más. Ahora era de día, había sol, y se veían vacas, ovejas, caballos en los campos. Después de todo no sabía si alguna vez iría a descubrir el paradero de esa carta. Pero la señorita Ana insistía: tiene que encontrarla. Es todo lo que me queda de mi antigua familia. Y además para eso, me había pagado.
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foto: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi
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