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domingo, 4 de septiembre de 2011
La carta de Gardel - novela - (fragmento)
Era él, el hombre de la Harley-davidson, el que estaba en el bar frente al río, el que viajaba en el ómnibus al lado mío, el de los zapatos blancos y ahora en el bar...
El profesor de tango, ¿cuántas facetas podía tener alguien?
Le dije hola y me dijo hola. ¿Había alguna otra casualidad? Tal vez sí. Y lo que era peor y más misterioso aún, hasta había soñado con él la noche anterior. ¡Qué extraños son los sueños! ¿cierto? A veces no son más que pesadillas, que como las de Edgar Allan Poe se transforman en cuentos. Ese hombre, se había transmutado ahora en un profesor de tango. ¿Y si no hubiera sido más que una excusa?
Habían llegado ya algunos alumnos y también el pianista.
Pedí un café cortado y me quedé mirando cómo la primera pareja salía a bailar. Vamos a hacer unos pasos, dijo el profesor. La música sonaba, y yo me dedicaba a mirar a los que bailaban, con qué entusiasmo lo hacían. Este es el tango salón, afirmó el profesor.
Si hasta la señorita Ana me había dicho que ella también había tomado clases con el profesor.
¿Buscaba pareja? le pregunté entonces y ella dijo: no, no es eso lo que busco. Quiero bailar nada más.
Es como cultivar el jardín y atender la huerta. Me divierto. La miré entonces. La señorita Ana era muy reservada.
Pero algo me había contado, tenía una gran obligación moral, dijo. Debía cuidar a Pablo, su sobrino, huérfano de padre y madre. Los padres de Pablo se habían matado en un accidente. Pensaba en todo lo que me había contado la señorita Ana, esa mujer que me había encomendado la investigación acerca de la carta.
De pronto me encontraba con un caso, y también con una vida que debería dilucidar. Ahora, Pablo, entraba en la escena. La voz del hombre me sorprendió:
- ¿En qué piensa?
Los alumnos habían dejado de bailar y el pianista seguía tocando ahora con otros ritmos. Había que darle lugar a otra música, a otros clientes del bar.
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imagen: fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi
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