martes, 12 de julio de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento) - Araceli Otamendi

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fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel
(c) Araceli Otamendi



En viaje hacia un pueblo de la provincia


Tocaba el revólver que siempre llevaba encima. Ahora lo tenía en la espalda. Era un calibre 22. Dentro de unas tres horas estaría en el pueblo, entonces habría amanecido y se encontraría con la señorita Ana Lazio, su cliente. Hacía días que no hablaba con ella. A veces le resultaba imposible. En el pueblo las casas tenían teléfono pero la señorita Ana vivía en el campo cuando no estaba en el hotel.Y no le gustaba recibir llamadas, tampoco le gustaba hablar mucho, más bien parecía disfrutar en vivir aislada.
Hubiera jurado que el gordo se había sentado ahí al lado de ella porque estaba siguiéndola. Muchas veces se había equivocado. Últimamente no tenía certezas de nada. Las estrellas celosas, repetía el verso, las estrellas celosas, pensaba. ¿Y si todo fuera una cuestión de celos? La voz de Gardel, el que cada día canta mejor volvía a entonar la canción. Según Julio Cortázar para escuchar a Gardel hay que hacerlo en una victrola, como lo escuchaba la gente que no podía escucharlo en persona. Pero ¿dönde había una victrola en todo Buenos Aires? Laura recordaba a Silvia, su hermana mayor. Ella sí había conocido una victrola en la casa de sus abuelos y también ahí había escuchado por primera vez un disco de Gardel. Fue algo mágico: poner en una especie de caja que descubrió levantando la tapa del mueble, ese objeto redondo, negro, de un material distinto al de las muñecas gigantes que tenía, dar vueltas a una manija y escuchar a todo volumen un disco de Gardel. Después el alboroto, los gritos, los adultos precipitándose sobre ella, los discos se rayan… Después no sirven más. ¿Y la memoria? Ese era un recuerdo prestado, un recuerdo de Silvia, algo que alguna vez le había contado a Laura.
Una andanada de bichos verdes chocó contra el parabrisas del ómnibus, después un pájaro se hizo trizas contra el vidrio. El chofer frenó de golpe. Se escuchó un chirrido seco. El ómnibus se detuvo y uno de los choferes, el acompañante que no conducía abrió la puerta y bajó. Me apuré y bajé yo también. Tenía que estirar las piernas. Lo de los bichos verdes no lo entendía. No eran langostas, tampoco eran luciérnagas, tenían un olor como a aceite de máquina, nada vegetal. El pájaro estaba muerto, era un manojo de plumas ensangrentadas y el chofer del ómnibus miró alrededor asegurándose que todo estuviera tranquilo. Le pregunté a él por los bichos verdes y como toda respuesta obtuve:

-         Volvé a tu asiento, haceme caso, y cuidáte…..

Era casi una orden, me pareció, por el tono en que me lo dijo….

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

2 comentarios:

Juan Carlos Gomez Juarez dijo...

Me gusta mucho como está escrita querida Araceli, es fluida y recrea una atmósfera muy tuya. Se nota el trabajo literario pero tu frescura y espontaneidad(que para mi es tu talento)vuelve al universo del discurso algo vivo y palpitante, se respira Buenos Aires. Siempre es un placer leerte Araceli. Gracias.

Araceli Otamendi dijo...

¡gracias! Juan Carlos, un abrazo, Araceli