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sábado, 14 de enero de 2012
La carta de Gardel - novela - (fragmento)
Ahora sola, en la oficina, mientras miraba el río desde la perspectiva y la distancia que otorga la altura del piso veinte, a través de los ventanales, veía los edificios, las torres, la calle y la avenida, en ese día luminoso, soleado, con un cielo claro y el plateado del agua lejana, buscaba las fotografías de Guillermo.
Sentada frente a la silla de él, como si él estuviera ahí, aunque invisible, va armando un álbum. Es un álbum de cuero azul, al que le ha hecho grabar las iniciales de Guillermo. Seleccionaba las fotografías sin saber, salvo por la apariencia, las fechas en que fueron tomadas y ponía cada una en una página. Guillermo se parecía en algunas fotografías a la imagen que tenía en la actualidad. En otras, parecía un personaje, otro, lejano.
Al lado tenía una botella de agua mineral común. Hoy había venido vestida de manera más informal. Hoy no iba a atender a casi nadie, el director, está afuera, contestaría cuando atendiera el teléfono. Y sin embargo, la omnipresencia de él, ahora en las imágenes, era como sino se hubiera ido. Mary, sabía, que en el fondo, nada termina.
Mary piensa en los pantalones de Kenzo comprados en un local de un shopping hace pocos días. Siempre estar a tono con él. La cuenta de peluquería, de ropa, los aros, los collares, las carteras, los zapatos. ¿Qué le quedaba para vivir?
Había que llenar la vida de cosas, aunque más no fueran ésas: el trabajo, Guillermo, la ropa de moda y cara, el arreglo. De alguna manera había que llenarla para no ver. Después de jugar al gallo ciego tanto tiempo, la venda había caído. ¿Había caído, realmente? Al principio, había llenado la vida con las mascotas: los perros, los gatos, los pájaros, los conejos. Y también el jardín. Pero la suma de todo eso no alcanzaba. Después había sido el tango: milonga y tango salón. Entonces había empezado la moda del tango: zapatos para bailar, los cursos intensivos, los seminarios. Y ahora había dejado la casa, antes los perros habían aparecido muertos, no se sabe por qué. ¿Maldad? ¿Alguien que odiaba los animales? Había dejado el pueblo donde vivía, la empresa, su anterior trabajo para venir aquí, a la gran ciudad. Jugar al gallito ciego tenía sus inconvenientes. Y también, seguramente sus ventajas. Ahora no era una simple secretaria de un laboratorio de productos veterinarios. Ahora era la secretaria de Guillermo.
A las cuatro de la tarde, se iba a retirar de la empresa, había avisado a personal. Dos horas antes del horario habitual. Quería tomarse tiempo para pensar. Para caminar cerca de la orilla del río, para caminar descalza. Aunque se tuviera que quitar las zandalias de Ricky Sarkany, llevándolas en la mano mientras caminaba, podría pensar.
Sentía el aire fresco en la cara, el río había crecido, había sudestada. Caminaba descalza, ¿a quién le importaba? La costanera, era todavía un lugar donde se podía caminar sin zapatos. A lo lejos, el horizonte, algunos barcos. ¿Iría a bailar esta misma noche? La última mirada que le había dirigido Guillermo, no le había gustado. Era una mirada inquietante, era un no saber lo que él estaba pensando. ¿La juzgaba? ¿Quería inquietarla? ¿Hacerle saber hasta dónde llegaba su poder? Tampoco podía adivinarlo. Aún quedaba luz del día para mirar los barcos a lo lejos y pensar. Todavía había un poco de luz para pensar.
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imagen: foto del Café de los Angelitos, vista desde la calle (c) Araceli Otamendi
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