lunes, 24 de octubre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



Ya en la ruta, a bordo del ómnibus, al alejarme del pueblo empecé a sentir el olor a zorrino. No era el olor de un animal supe después, sino el de una planta, que al pisarla las ruedas de los autos despedía ese olor tan fuerte.
Era de noche y me acurruqué en el asiento, corrí las cortinas y me dediqué a rumiar un poco los acontecimientos. La señorita Ana, el profesor el sobrino y Mary, el bar donde se aprendía a bailar milonga y tango, supe casi enseguida ya no volverían a ser lo que eran. Los conservaba en mi recuerdo
por más que varias veces más debiera volver a seguir investigando acerca de la famosa carta. Ahora volvía a Buenos Aires, otras investigaciones me estaban esperando. Me había enviado también un mail
una nueva clienta. Desconfiaba del novio, le escondía algo. Estaban a punto de casarse y sospechaba que él estaba casado en otro lugar, tenía otra familia.

Pero esta vez, estos días pasados en el pueblo que ahora recordaba  ya no volverían a ser. La beretta me molestaba, igual no iba a ir desarmada. Era peligroso, ya en el pueblo sabían que estaba a cargo de una investigación, se había corrido la voz.
En el piso de arriba del ómnibus se podía dormir. Faltaban pocas horas para amanecer y seguramente el micro haría algunas paradas.
Miraba el campo, la oscuridad, alguna luz a lo lejos, la sombra de algún animal.
La imagen de Mary, la vecina de la señorita Ana me vino enseguida a la mente. Cuando fuí a su casa  parecía estar en guardia, había desplegado sus antenas y encendido las alarmas, se notaba. La mirada era otra, se mostraba distante y a la vez tenía los ojos muy abiertos como si quisiera abarcarlo todo.
Me hizo pasar enseguida. La casa parecía semivacía, algunos pocos muebles y algunos retratos, como si hubiera estado habitada alguna vez y ahora nadie tuviera tiempo de dedicarse a ella, y entonces la casa se hubiera vengado, luciendo así, triste e indiferente.
Hablamos mientras Mary se servía un whisky con hielo. Le pedí un té.

- ¿Hace mucho que se conocen con la señorita Ana? - pregunté
- Sí, hace muchos años. Pero nunca fuimos lo que se dice amigas - respondió.
- Pero tienen las casas casi pegadas - dije
- Sí, sí, es cierto. Mi vida era otra hace muchos años. Tal vez alguna vez me anime a contarle. Ahora no, no tengo ganas de hablar, tal vez usted me comprenda...

La observé mientras ella bebía la medida de whisky y yo el té. Lo había preparado enseguida y las hojas flotaban apenas en la taza. Parecía incómoda por mi visita y decidí seguir adelante ya que estaba ahí. Tenía un retrato sobre una mesa, era ella bastante más joven, con la mano apoyada en una roca y el mar detrás. Tenía el pelo al viento y miraba hacia lo lejos.

- ¿Le gusta el mar?

- Sí, me gusta mucho el mar. - Tal vez le parezca raro que yo viva aquí, ¿no es cierto?
-¿Por qué tendría que parecerme raro?
-Porque todos dicen que soy muy de ciudad, a pesar de vivir en este pueblo hace muchos años.
- ¿Y por qué lo dicen?
- Les extraña que viva sola, que no me haya casado de nuevo, que vaya a bailar el tango.
- ¿Y usted qué piensa?
- Yo vivo el presente, vivo nada más.

Éramos dos mujeres ahí en ese living, en esa casa solitaria, y la oscuridad había empezado
a entrar por la ventana. El jardín casi no se veía. El canto del gallo había anunciado la caída
de la tarde. ¿Podía esa mujer, Mary, haberse llevado la carta de Gardel?


(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

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