Escapar de un recuerdo
podía ser más difícil que haber escapado de lo que
la oprimía como una
maldición en la gran ciudad.
Escapar del recuerdo de
Guillermo, omnipresente durante mucho tiempo en la vida de Mary, seguramente era
muy difícil. Hasta aquí, suposiciones. Fuí a ver a Julio ni bien llegué a la
estación de ómnibus. Las cuatro horas del viaje se habían pasado rápido,
mirando el campo, los árboles, los silos, los altares del Gauchito Gil proliferaban
como caracoles en la llanura. Como siempre, en la estación, un perro dormido al
sol, en la vereda, algunos transeúntes caminaban despacio. Sabía que él había vuelto a dar clases de tango en dos o
tres lugares del pueblo y me fuí para uno de ellos. Supuse que estaba ahí. Un
café grande, con muchas luces en el techo, un lugar para ver el espectáculo musical
que se ofrecía por las noches y mucho
espacio para bailar. Como siempre, en cualquier pueblo de provincia había ahora
un lugar así.
Julio estaba sentado en una mesa cerca de una
ventana leyendo el diario. Eran las once de la mañana y entré al bar. Al fondo había
unos tipos sentados contando algo, seguramente
hablarían de fútbol. A
pesar del cartel que indicaba la prohibición de fumar había en el aire algo de
olor a humo, tal vez restos de la noche.
Busqué una mesa cerca de
donde estaba Julio, me dejé puestos los anteojos oscuros, y le pedí a la camarera
un café doble cortado. Julio, el profesor de tango y amigo de Mary seguía leyendo ensimismado. Los
hombres, en el rincón del bar se divertían, al parecer, con alguna anécdota. También
había un televisor, emitía imágenes casi sin sonido.
La camarera era una chica
joven, tendría unos veinte años, el pelo castaño oscuro atado atrás, la cara
casi sin maquillaje, seria.
Pensaba cómo encarar una
conversación con Julio. Parco en palabras, Mary me lo había dicho. Si quiere saber
de mi, alguna vez que no me encuentre, pregúntele a Julio.
Cuando Julio levantó la
vista un momento, me quité los anteojos, entonces hizo una señal de
reconocerme. Me había visto conversando con ella en algún bar del pueblo.
¿Me diría algo de Mary?
¿Cómo era ahora su relación con ella? ¿Todavía existía algo, una amistad? ¿podía
saber algo? ¿Seguir por este lado la investigación me conduciría a encontrar
alguna pista, algún misterio? Hojas
amarillas circulaban por la vereda de baldosas
angostas, los árboles tenían todavía algunas hojas.
Le pregunté a Julio
primero por las clases de tango, quería tomar algunas, dije. Puede venir esta
noche, a partir de las ocho, contestó.
Después de eso, fue más
fácil seguir preguntando. Julio era un tipo simpático, amable pero parco en
palabras. Seguramente con el baile tendría otro lenguaje. De alguna manera la
entendía a Mary, sus escapadas, sus viajes. El no dar explicaciones, irse del
pueblo cuando ¿se sentía cansada? ¿cómo saberlo?
Hasta aquí sabía que Julio
sabía que Mary no estaba en el pueblo, se había ido, ¿adónde? era difícil
saberlo.
-Yo no la buscaría - dijo él
- ¿Por qué no?
- Cuando Mary quiere irse no deja dicho
adónde va.
- ¿No podría haberle dicho a alguien
adonde iba?
Julio se quedó pensando
durante unos momentos. La mirada era enigmática y tenía una expresión seria. Miraba
las paredes del bar, miraba fijo un retrato de Gardel y su mirada se
desplazaba después hacia algunas fotografías enmarcadas de personas bailando tango
en ese lugar.
-
Le diría que
Mary va a volver en cualquier momento, cuando tenga ganas – respondió. Y después
agregó:
-
A lo mejor se
fue a buscar luciérnagas…
Julio tenía sus códigos, como
cualquiera. Tenía ojos oscuros, brillantes, sin
agresividad. Por algo Mary
me había hablado tanto de él. Y una mujer como Mary, casi no contaba nada de su
vida, ni hablar del amor, excepto su
relación tan opresiva, tan tensa e intensa como la que tuvo con Guillermo y la
hizo decidir dejar la gran ciudad. Como una maldición. Eso me lo había contado alguna vez. El por
qué estaba ahí en ese pueblo, por qué había cambiado tanto su vida. Quería ser
libre como los pájaros, dijo.
Porque seguramente Mary
sospecharía que el amor por otra persona
es una forma de esclavitud, ya lo habría vivido y por eso dejó todo como lo dejó y se vino al
pueblo. Suposiciones, tal vez.
No le contesté. Pagué el café
cortado y le dije a Julio que volvería a tomar clases de tango esa misma noche.
Antes tenía que ir a la casa de la señorita Ana, mi clienta. Me había llamado a la oficina, en Buenos
Aires.
Era algo imperioso,
necesario que fuera a su casa. Tenía que
decirme algo. ¿Cómo saber si lo que me iba a decir tenía alguna importancia? Hasta que no se
terminara la investigación no tenía ninguna certeza de haber encontrado la
carta de Gardel. Y una vez más el enigma, Mary, esa mujer de la que nadie parecía
saber nada o casi, esa mujer que guardaba los recuerdos y al mismo tiempo se escapaba de ellos como
si no quisiera recordar ni saber . O tal vez algo nuevo había despertado en ella
el interés, y por eso se había ido. Me había hablado alguna vez de su afición a
las plantas, a tener un nuevo jardín, una nueva casa.
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
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