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lunes, 13 de febrero de 2012
La carta de Gardel - novela (fragmento)
Acostada en la cama, con la televisión prendida mientras Felipe, el gato de pelo negro, sedoso y brillante la mira fijamente, sentado al lado de la puerta, Mary mira cómo se proyecta la figura de un pájaro en el techo del cuarto. Es una figura en movimiento, como la mano derecha de Mary que hace sombras a la manera de un teatro chino. El sonido de la gota de la canilla de la cocina es el único ruido de la casa, además de las voces de la televisión apenas audibles. Mary mueve la mano, y las sombras se proyectan en el techo y Felipe las mira. Había vuelto de bailar, eran las tres o las cuatro, tal vez. A esa hora el gato la recibió con un maullido y después deslizó su cuerpo contra las piernas de Mary. Enseguida ella se despojó de la ropa de bailar tango: la pollera con un tajo al costado y los zapatos que revoleó por el aire. A veces, cuando bailaba milonga Mary se sentía tan disfrazada como cuando era la secretaria de Guillermo y tenía que vestirse de una forma adecuada al cargo y al estatus que su jefe tenía en la empresa. Y enseguida Mary entró en la ducha y se quitó debajo del agua el perfume tan dulzón y fuerte de su compañero de baile. Cuando salió de la ducha, se puso una salida de baño y se sentó durante un rato en el living. Miraba las valijas todavía intactas, sin abrir.
Mary ya había decidido a quién le daría toda esa ropa que había traido de Buenos Aires. En el pueblo había una comunidad de hermanas de la caridad que organizaba ferias americanas todos los meses para sostener un comedor para las personas sin techo y ancianos. Las había ido a ver y ellas habían aceptado encantadas. Así, cualquier persona del pueblo podría comprar esa ropa a un precio accesible además de contribuir con una obra de bien. Mary se imaginó que tal vez podría ver a la empleada que trabajaba en el lavadero vestida con el palazzo de seda de color violeta oscuro, o tal vez la empleada de la panadería con un vestido Jackie blanco. Y si las viera vestidas con esa ropa de su vida anterior, recordaría esos retazos de su vida, como en un film, no estaba mal. Y ella no sentiría que había sido tan inútil todo, aceptar ser la secretaria de Guillermo, padecerlo, aceptar gastar medio sueldo en ropa, aceptar tantas cosas que no debiera haber aceptado nunca.
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foto: Casa Museo de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi
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