viernes, 9 de marzo de 2012

La carta de Gardel - novela (fragmento)


Ahora el cuaderno rayado de cuarenta y ocho hojas y una birome eran los aliados. Escribía, sí, escribía sobre las rayas del papel, frente a ella misma, al lado de la ventana de ese bar del pueblo, por donde entraba el sol del mediodía. Cada tanto veía pasar a los chicos que iban o salían de la escuela, con los guardapolvos
blancos, las mochilas coloridas, las chicas con hebillas o moños en el pelo, los varones saltando, jugando, a veces, con una pelota en la mano, soltándola de golpe y patéandola por la vereda hasta caer en la calle. Y entonces, la frenada brusca de un auto casi por unos centímetros, detenía el atropello, la ferocidad, dejaba paso a la vida y el chico volvía otra vez sano y salvo a la vereda. La vida bullía por los cuatro costados. Pero Mary estaba ahí sola,  escribiendo recuerdos. No iba ser fácil olvidar a Guillermo. Por más muerto que estuviera ahora. Porque él estaba ahí, en su memoria, aparecía de vez en cuando, y aunque lo sabía muerto, algunas cosas, temas pendientes la acechaban.
En el departamento que ya había ordenado al volver de Buenos Aires a instalarse nuevamente en el pueblo, iban apareciendo a veces papeles, mensajes, escritos de puño y letra de él, ¿por qué los había guardado? Los releía, y entonces recordaba, el momento, el lugar, ¿por qué había dicho y escrito eso? Y la mirada de él, los  reproches volvían como fantasmas a buscarla.
A veces era un diálogo:

- A Susana la podía llamar veinte veces por día, y ella también me llamaba.

Susana era la secretaria anterior de Guillermo pero ¿y eso qué tenía que ver? Mary había ido a trabajar como secretaria de él, para eso él la había convocado. ¿Para eso nada más? Mary tenía ya sus serias dudas. Nunca conocería verdaderamente lo que Guillermo había buscado en ella. Él era como un envase vacío, como una apariencia, reflexionaba ahora,  él tenía que llenar el vacío con algo, mirarse a un espejo, y Mary había lo había reflejado. Era muy difícil olvidar la mala relación que había tenido con  Guillermo. Hasta qué punto él se había apoderado de su vida, de su tiempo, a  veces convenciéndola, a veces humillándola:

- Vos no estás aquí porque tenés una cara bonita, nada más. Ni porque me  contenés, tampoco- bramaba él.

Y entonces, además de trabajar gran parte del día junto a él, de recibir llamados a cualquier hora, de soportar tantas cosas, también tenía que escuchar esas palabras de Guillermo. Y entonces escribía, sí, escribía para exorcizarlo.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

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