lunes, 11 de julio de 2011

cuento: Herminio H. - Cristian Vitale

(c) Eugenio Daneri


 Herminio H.
Mi alma no va en el camino,
por dentro no soy carrero.
(Romildo Risso)

Es que voy sobre la mar
sin aire, ni cielo, ni agua.
(Atahualpa Yupanqui)
 
   “Yo ando de paso por acá”, dijo un día; él, que hacía sesenta años, poco más, poco menos, que se había establecido en mi pueblo, “yo soy de Santiago del Estero”.

     Herminio H. Chavero, el Solo, como le decían en el pueblo, había nacido a principios de siglo en algún pueblo escondido y silencioso de Santiago del Estero y había hecho sus maletas de muy pequeño, quizá diez o doce años, siguiendo el exilio forzado de sus padres, para terminar después de algunos recovecos y remansos del camino en otro pueblo escondido y silencioso, esta vez en el Noroeste de la gran provincia de Buenos Aires, llamado con mismo nombre de aquel otro exiliado don Francisco Héctor Madero, muerto pero recuperado simbólicamente en el nombre de un pequeño pueblo argentino; el mío. Su madre (su padre murió antes de llegar al pueblo) dicen que fue buena empleada de don Marino y doña Luisa Boccanera. Doña María había muerto en el tiempo en que en el pueblo empezó “la seca del 86” y Herminio, que vivió una vida lenta pero errante, de chacra en chacra, se quedó solo en la casa que compartió con su madre, esperando, parecía cuando se lo miraba, solamente que todo se apague, de una vez por todas, para él también.
     “Yo ando de paso por acá”, dijo una tarde; “yo soy de Santiago del Estero”. Herminio no tenía, salvo algunos rasgos quechuas y unos pocos, aunque intensos e indelebles, recuerdos, nada que hiciera pensar en un santiagueño. Tendría alrededor de setenta años, poco más, poco menos. A los diez o doce se había ido sin haber vuelto, según dice, jamás, y seguía siendo, también según él, un santiagueño, vale decir, un desterrado.

     Yo era muy chico cuando lo conocí a Herminio. Fue en el año de la seca, en el 86.  Todo era muy raro cuando yo estaba con él, a veces era incómodo incluso, y sin embargo yo lo buscaba. Durante un año, poco más, poco menos, lo visité casi todas las tardes. Entre las dos y las tres llegaba y a la tardecita me iba, sintiendo cada vez lo que había sentido, sin embargo, desde un principio. Me atraía yo creo su soledad. No entendía cómo era posible vivir esa soledad tan exacta, tan perfecta. Su madre, según él su única compañía desde que murió su padre, su tierra en el destierro como a él le gustaba metaforizar, ya había muerto cuando yo lo conocí. Su padre, peón de campo en Santiago mientras duró, había muerto antes de llegar al pueblo, “perdón, después de salir”, se corregía él. Y ahora Herminio vivía solo, completamente solo, sin bajar una sola vez al pueblo desde la muerte de su madre, y eso creo que era lo que a mí más me atraía del viejo. También me atraía su forma de ser. Herminio no se parecía mucho a nadie. Era como un extraño, como un extranjero en ese pueblo donde las personas se parecían todas en su forma de vestirse, de caminar incluso, de apoyarse contra un tapial, de mirar para abajo, de golpear las manos frente a una puerta, de saludar, de estar sin hacer nada, de hablar del tiempo, de ubicar la pausas, las comas, y hasta de buscar un objeto perdido. Él era otra cosa, de otro modo, que yo no podía, ni quizá pueda ahora, definir con palabras, pero que intuía perfectamente y eso me atraía, casi fatalmente, a él. La impresión que yo tenía era la del misterio; era como que el viejo estuviera envuelto, no sé si esa es la palabra, como enredado, en algo que quizá no fuera él, que no era su cuerpo quiero decir, su ropa, pero que iba con él, como una sombra transparente e incolora reflejada por su propio cuerpo y sobre su propio cuerpo, misteriosamente. De todos modos, también había cosas que, aunque con el tiempo fui aceptando, en un comienzo me hicieron sentir muy mal, me hicieron daño. Sobre todo quizá su indiferencia. Si bien, como ya era un ritual, yo no iba directamente a su casa, sino que pasaba por allí, haciéndome el distraído, y esperaba su silbido para recién ahí irme a sentar con él; si bien eso, el viejo, durante toda mi “visita”, estaba como ido. No sé, parecía en otra parte, y a mí literalmente me ignoraba. Herminio no me dirigía una sola mirada en toda la tarde y cuando lo hacía parecía producto del azar; ni siquiera cuando él o yo (cosa que ocurría raras veces) decíamos algo. Alguna vez tuve la espantosa sensación de que el lugar que yo ocupaba, arriba de un tronco viejo y muerto, seguía vacío; que yo no existía o existía pero no para él. Eso me molestaba mucho, quizá demasiado como para entender mi insistencia en volver cada tarde a su casa vieja y sola, allá en los perdidos confines casi invisibles y olvidados del pueblo. Pero lo perdonaba. Quiero decir, interiormente lo perdonaba, porque él nunca pareció necesitar mi perdón. Yo seguía llegando a él como a una fatalidad. Yendo tras de él como tras de una sombra que nos precede y de alguna manera nos condena a ella o nos guía, hacia el barro o a la arena, hacia el sol o hacia otra sombra, irremediablemente, a pesar nuestro o a nuestra costa, siguiéndola sin alcanzarla como el gato al ratón, siguiendo lo inasible pero cierto, lo muerto pero real, lo próximo pero imposible, la forma negra pero incorpórea de nosotros mismos, como una pena o como un don, como una gracia o la huella de un dolor, trágica, irreparablemente. 
     Había cosas, como decía, que me atraían de Herminio y otras que me provocaban rechazo o distancia, que me hacían daño, como ya dije. Pero había otras cosas que me producían ambas reacciones a la vez. Y eso era lo más frecuente. Por ejemplo su silencio. El silencio era en él como una religión, quizá involuntaria, pero santa. Y él era su dueño. Si en algún momento de la tarde a él se le ocurría hablar, sin causa visible alguna, entonces hablaba, sin preámbulo, ni aviso, ni cambio de posición, él hablaba. Y no importaba mi reacción, ya que no parecía tenerla en cuenta para nada. Decir por lo tanto que yo era su interlocutor sería exagerar o falsear las cosas. Él hablaba, sin que nunca fuese claro si se dirigía o no a alguien, incluso a sí mismo. Yo al principio, siguiendo las normas más elementales del diálogo, asentía o manifestaba mis reservas o mi duda respecto de lo que el viejo decía con algún sonido o con el movimiento inútil de mi cabeza, pero él seguía inmóvil mirando el horizonte o las cruces de ladrillo en el suelo, símbolo visual y mudo de la ausencia de sus padres, de su presencia perdida. A veces incluso ni siquiera terminaba sus frases y me dejaba esperando el resto de la tarde, como ya creo haberlo dicho, por lo general infructuosamente. Sí, era raro; Herminio, todo allí era raro. Había días incluso que yo dudaba si ir (mi madre nunca supo adonde pasaba yo mis tardes, o tenía un dato falso más bien), pero siempre terminaba enfilando, casi involuntariamente, engañado por mí mismo, para “el lado del Solo Chavero”, y el fantasma siempre vivo de su difunta madre. Cuando llegaba cerca de su casa, indefectiblemente, el viejo me pegaba el silbido. Entonces yo cambiaba mi dirección y enderezaba para el lado de su casa, en donde un tronco viejo e incómodo, vacío, un viejo paraíso creo, o un eucalipto, al lado del suyo, me esperaba como todas las tardes, mirando al este, hacia la declinación de la tarde. Y ahí estábamos, yo esperando siempre, ingenua e íntimamente, que el viejo iniciara una conversación, y él, inmóvil, como ido, con los ojos fijos en el árbol único, en la línea del horizonte a lo lejos, en el sol cayendo sobre los campos, o en las cruces mudas de ladrillos que recuperaban de algún modo la ausencia; ahí estábamos, juntos o más bien los dos solos, las horas, al lado, pero infinitamente distantes.
-         Cómo va don Herminio.
Y ahí quedaba todo. Llegaba la tardecita y yo me iba. Al otro día todo se repetía, “cómo va don Herminio”. Y así, durante un año, poco más, poco menos, el año de “la seca del 86”.
   
     Pero pronto comencé a sospechar que sus silencios no eran meramente despectivos o indiferentes. Empecé de a poco a tratar de darles un sentido que los hiciera inteligibles o significativos, parecidos a palabras quiero decir. Poco a poco comencé a aprender o inventar más bien un código, un precario lenguaje, un sistema propio que me permitía, o me hacía creer que me lo permitía, escuchar las palabras que iban detrás de cada uno de los silencios. Llenar el vacío que me envolvía y me intrigaba con un sentido más o menos arbitrario pero producto de un sistema que no dejaba de tener su lógica. Convertir, quiero decir, o traducir quizá, esa ausencia, ese vacío, en un lenguaje que aunque confuso y tal vez no del todo confiable, era lo único que podía sacarme de ese hueco, por llamarlo de alguna manera, en el que el silencio del viejo me había dejado o me dejaba más bien cada tarde.
     Comencé, entonces, a estudiar e interpretar esos silencios, ese misterio. Me fijaba en su duración, su intensidad, esto es, la intensidad de la sensación de vacío que provocaban en mí, medía el contraste entre el silencio y las palabras que lo precedían y que lo sucedían (que no siempre pertenecían a la misma tarde), según quién las hubiese dicho o cómo, etc., etc.. Gradualmente me fui autoconvenciendo de que ese silencio, esa ausencia de sonidos o palabras, no era por decirlo así una ausencia de ser, sino que era de algún modo, yo me consolaba, una ausencia de materia, una presencia muda. Y eso me permitió seguir insistiendo en ir, tarde tras tarde, a la casa de un viejo solo y, según se decía (aunque ya casi no se hablaba de él en el pueblo y algunos decían que ya debía haber muerto hacía mucho), y según se decía medio loco, que nunca me dirigió, lo que se dice dirigir, la palabra, que hablaba al vacío o al horizonte o a unas cruces de ladrillo dibujadas en el suelo, que me hacía sentir inexistente o invisible, que parecía andar siempre en algún lugar lejano o muerto, en el pasado quizá, un viejo que decía que estaba de paso en el lugar donde pasó toda o casi toda su larga vida.  

     Un día, cerca del ocaso, don Herminio miraba el sol, cayendo hermoso sobre los campos del este. Noté algo raro en su manera de mirarlo, pero no entendía qué. Decidí, no sin algo de temor o de misterio, acercarme para entender. Él, como siempre, no se inmutó, pero quizá involuntariamente hizo su cuerpo hacia un lado, permitiéndome sentarme en su mismo asiento de árbol seco y muerto, a su lado. Me senté, casi rozando su cuerpo. Intenté cuidadosamente, mis ojos fijos en el oriente, hacia el ocaso, seguir su mirada. Cuando lo logré, sentí un escalofrío y un gradual pero definitivo espanto. Herminio, aunque seguía minuciosamente el recorrido del sol cayendo mudo hacia el este, no miraba exactamente el sol. Herminio tenía los ojos clavados, aunque imperceptiblemente móviles, en un punto ubicado unos centímetros atrás del sol; un poco más arriba, quiero decir, en el vacío inmediatamente anterior al paso del sol. Como si su mirada estuviera levemente desfasada respecto, no de la realidad, sino de la realidad presente; o como si el sol no fuese lo que le interesara sino su huella, su pasado, su trazo lento y repetido por el cielo, su inscripción invisible en el vacío del aire. El espanto entonces se hizo grito y el grito llanto. Rompí en un horrible llanto porque sentí vagamente que uno de los dos no existía, o existíamos, sí, pero en lugares o tiempos diferentes, lejos, muy lejos, uno del otro.
     Cuando dejé de llorar, me fui calmando poco a poco y lo volví a mirar, con el cuerpo levemente hacia atrás, asustado aún. Herminio no se movió. Parecía, una vez más, no interesarle que yo estuviera ahí, casi muerto, a su lado, lleno de terror. Le grité, por primera vez, “pero qué mira”. No me contestó, o al menos no dijo nada. Su indiferencia me llenaba de odio. Le volví a gritar, indignado, “pero qué carajo mira, viejo de mierda”. Dos o tres minutos después, quizá más, bajó la mirada. El sol ya se había puesto, rojo, sin vida, definitivo, en los campos del este. Paseó los ojos por el horizonte lejos, lentamente, y fijó la vista, silencioso, en las cruces de ladrillo que trazaban en el suelo el dibujo de una presencia perdida, pasada, o presente pero muda. Luego llevó su mirada, sin esfuerzo, sin ruido, hacia el paraíso viejo y roto del que yo me había levantado. Y volvió a callar.  

 (c) Cristian Vitale

La Plata
Provincia de Buenos Aires

1 comentario:

Ada Inés dijo...

Hace mucho tiempo que no leo una prosa tan fuerte, que me conmueve como lectora experimentada y me identifica con el relator, con su piel y su mirada. Me gustaría leer algo más del autor Cristian Vitale.